Comentario
Hispanoamérica careció de industria. Ni la Corona, ni sus habitantes se preocuparon de desarrollarla, ni el medio era tampoco favorable para ello. Su población consumidora era pequeña (se reducía a los blancos y parte de los mestizos) y estaba concentrada en varios cientos de ciudades, distribuidas por un espacio muy extenso y con comunicaciones muy difíciles entre sí. No abundaban tampoco los capitales inversores, como hemos dicho, ni la mano de obra adecuada, india y esclava, debido a que los españoles y criollos mantenían muchos prejuicios hacia el trabajo manual.
Hispanoamérica se surtió de manufacturas por medio del comercio y configuró un artesanado destinado a suministrar a los centros urbanos aquellos artículos que no podían adquirirse en Europa por el encarecimiento de los fletes. También existió un gran renglón de procesados agroganaderos (conservas azucaradas, añiles, cigarros, bebidas alcohólicas, zapatos, zurrones de cuero, velas, etc.) y alguna actividad de transformación industrial en los obrajes, sederías e industrias navales. A fines del siglo XVII, se autoabastecía de muchos artículos como tejidos y zapatos burdos, muebles, arneses, monturas, cerámica, vidrio, azulejos, campanas, barcos, etc. que iban mermando las importaciones europeas.
El artesanado funcionó mediante el sistema de gremios, siguiendo la tradición medieval. Los primeros fueron los de sederos (1542) y bordadores (1546) de Nueva España, a los que siguieron otros muchos en toda América. En ciudades como México y Lima existieron casi cien. Tales gremios se regían por unas ordenanzas, otorgadas por los Cabildos y confirmadas por los virreyes o presidentes. Regulaban la oferta y la demanda, la forma de trabajo, el sistema de ascenso, la calidad de los productos elaborados, etc. Los gremios constituyeron un factor de integración social, ya que contaban frecuentemente con ayudantes negros e indios. Los maestros fueron siempre españoles en algunos de ellos, como los de herreros, prensadores de paños, plateros y orífices. Estos últimos, que manejaban metales preciosos considerados de interés para el Estado, debían demostrar limpieza de sangre española. Los gremios de plateros fueron los más célebres y sus miembros se concentraban en alguna calle, que terminaba por tomar el nombre de Platería, con sus talleres y expendios. En México estaban en la calle de San Francisco, donde se ubicaban la mayor parte de las 71 platerías de la ciudad (1685). Aunque su mejor cliente era la Iglesia, fabricaban también objetos utilitarios para la población laica: chocolateras, jarras, copas, pebeteros, etc. Las vajillas de plata fueron tan usuales que la Corona impuso el quinto de vajillas.
La más importante de las actividades de transformación industrial fue la obrajera, destinada a fabricar vestidos y cobijas de lana y algodón de bajo costo para los mestizos e indios, que no podían comprar las manufacturas europeas. Lo barato de la materia prima y de la mano de obra indígena hizo posible su desarrollo. Tampoco exigieron gran inversión de capital, ya que los indios trabajaban con sus telares y técnicas ancestrales. La mano de obra utilizada era teóricamente la concertada, pero realmente se empleaba la tributaria. Incluso hubo obrajes en algunas encomiendas. Los indios eran retenidos allí como si se tratara de cárceles, lo que originó muchas protestas de religiosos y funcionarios, sobre todo por el hecho de tener encerradas a las indias solteras. La Corona prohibió en 1601 el trabajo indígena en los obrajes. Se intentó sustituirlo por el esclavo, pero fue imposible a causa de la inversión que esto representaba.
Los obrajes comenzaron a desarrollarse en México y Perú hacia mediados del siglo XVI. La región de Puebla contaba ya con 33 en 1603; la de Cuzco con 50 a principios del siglo XVII; la de Cajamarca con 35 a fines de esta centuria. Tucumán producía para los centros mineros. La gran región obrajera fue Quito, donde abundaba el ganado ovino (en Ambato pastaban 600.000 ovejas en 1696, a las que había que añadir otras grandes cabañas en Latacunga y Riobamba) y la mano de obra indígena. Las telas quiteñas representaban unos ingresos de 150.000 pesos anuales y se llevaban al Nuevo Reino de Granada, Perú, Chile y Centroamérica. El desarrollo obrajero alarmó a los comerciantes sevillanos que denunciaron una baja en sus exportaciones de telas, y la Corona prohibió su expansión. Las autoridades indianas recibieron la orden, pero no la cumplieron, empezando por el mismo virrey Toledo. En México se mandó demoler los obrajes, pero en 1689 se dio una cédula según la cual podían seguir trabajando a cambio de pagar una suma de dinero. En 1693 esta composición de obrajes dio 15.512 pesos. Los obrajes siguieron funcionando hasta que la revolución industrial les asestó el golpe de muerte.
La industria sedera se desarrolló bien en Nueva España (Cholula y Tlaxcala), pero fue frenada para evitar que compitiera con la española y que restara mercado a las importadas de China a través del Galeón de Manila. En 1596 se prohibió seguir plantando moreras en México y en 1679 se ordenó suspender la fabricación de seda y destruir las moreras existentes.
Más importante fue la construcción naval, que contó con todos los beneplácitos de la Corona y pudo beneficiarse de las excelentes maderas americanas. La Habana fue quizá el mejor astillero, fabricando sofisticadas embarcaciones desde comienzos del siglo XVII (la capitana, almiranta y un galeón de la flota de 1624 estaban hechos en su astillero). Le seguían en importancia Cartagena y Guayaquil. La jarcia y algunos implementos náuticos se importaba desde Europa, y en ocasiones hasta madera de pino de Alemania. También tuvieron cierta importancia las fundiciones de bronce para cañones y campanas (Cuba y Perú).